En las perchas tengo muertos que aún
no he descolgado. Pinzados por los hombros permanecen en este entierro vertical
acompañando a la ropa que sí uso, que todavía paseo por las calles. Las
chaquetas saben quiénes fueron sus dueños y rechinan cuando mi mano las sacude
midiendo su utilidad. Debería librarme de esa ropa que solo entiende de
espectros. No es fácil, porque las personas impregnamos las cosas de nosotros
mismos, que se lo pregunten a los de la policía científica, que te sacan el ADN
de un gorro de lana mal doblado, y claro, eso sería como tirar al contenedor a
mis difuntos, a mí mismo, a una vida que ya va necesitando de referencias para
sujetarse al despertador cada mañana. Un buen incendio es lo que van pidiendo a
gritos estos armarios donde ni las polillas se atreven a entrar. El fuego es
verso libre, es revolución anarquista. De la primera llama a la última, que es
la misma - ya cansada de dibujar lágrimas de oro en el aire -, va un desorden
de tenedores iridiscentes que comen tanto carne como pescado, madera como
recuerdos. He de dejar solo el esqueleto, la percha colgada del aire inflamado,
la esquela profesional dormida entre dos páginas de un libro de árboles
frutales. Roñoso es el fruto cuando las palabras están dedicadas a un espacio
deshabitado. El espacio, ahí está el problema. En los cajones caben muchas
cosas. Qué meteré en ellos después de la evacuación. Esta casa no estaba
pensada para una sola persona. De ninguna manera.
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