Los cambios acarrean críticas. Criticar
es fácil, construyes tu argumentación sobre los cimientos de otro, sobre la
calidad de sus materiales, y además la crítica no obliga a nada porque se
reviste de mera opinión, y la opinión es libre. Los jóvenes se equivocan,
aseguran los viejos que se equivocaron de jóvenes. Seguimos avanzando porque
los pusilánimes quedan atrás junto a la estufa del inmovilismo. Conozco un
poeta que defiende que la palabra poética debe volver a sus orígenes, a indagar
en las esencias, a respirar “Om” por los poros del místico. Airado congreso de
poetas contra la ira que se duermen en sus propios versos y se proclaman
maestros mientras los discípulos se dan de baja.
Sueño con mi perro muerto, con su
mirada vacía de interacción. Pienso en las células madre y en nosotros, sus hijos.
Recuerdo el fervor de aquella tarde acristalada cuando escribí por primera vez
imaginando el infierno como una bóveda de estrellas engreídas y hablando
lenguas extrañas.
Las palabras no guardan secretos. El
que las escribe, sí. Escribimos para despistar. Damos señas falsas para que el
otro se pierda y no nos moleste con visitas inoportunas. Las fístulas de la
sabiduría se quejan de los inexpertos que quieren apoderarse de las palabras
para usarlas como balas. Los noticiarios hablan de los muertos por poco tiempo,
lanzan la pelota confiando que actuemos de frontones. Los sabios imparten
talleres literarios en jornadas intensivas de buzo y orfebrería pedante, con
los trajes sin salir del armario apolillando las tripas de estas escuelas de la
nada. Los poetas del mañana acomodarán sus posaderas sobre nuestra cara,
aspirarán intestinalmente los humores del pasado, y pondrán la vista en
horizontes que jamás sospechamos, pero que criticaremos por miedo a quedar
desplazados. Ojalá caduquemos pronto y vengan quienes abran nuevos senderos sin
pedir permiso.
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