jueves, 8 de junio de 2017

27 letras bien ordenadas y 5 dígrafos.



            Cada día unas líneas, escritas o sugeridas, con su afán de relato o poema, con sus frutos asomando entre las hojas. Cada día una lectura, un bálsamo que apacigüe las ansias de los interrogantes que crecen según acumulo colesterol en la sangre y los riesgos son mayores. Las letras sirven, ¿sirven?, para sentirnos acompañados por nombres que se refieren a cosas que ocupan espacios que duermen en los tiempos de un planeta rechoncho. Las letras tan conjuntadas como un traje de etiqueta, tan limpias, tan orfebres de la mentira que nos embauca con nuestro consentimiento, de la fantasía que nos contradice, de la memoria que se tergiversa dependiendo si es la hora de la merienda o de la cena. Masticadas, bebidas, las letras; creciendo hasta las palabras, recorriendo tramos fraseados, completando párrafos como chalés adosados, hasta acercarnos al centro de la ciudad. Letras, un mundo de animales acuáticos buceando en el silencio que se condensa,  flota, y subyace bajo los pies inseguros que caminan y olvidan el agua que los escupió. Cada día, cada ahora; no luego, ahora. El ahora está lleno de letras, algunas ni se pronuncian. Ahora. Es presente. Siempre es presente, no podemos ser en ningún otro lugar o momento. Solo en el resbaladizo presente. Lo demás, paparruchas proyectadas para no estar aquí, para no estar. Para no. Paparruchas. Me gustan las letras repetidas en una palabra. Son graciosas: una erre que erre. Cada día unas líneas. Las letras son la pintura con la que decoramos los espejos, los interiores con afán de ser vendidos. Estamos a la venta. Pasen y vean, o lean. Estamos en un escaparate, expuestos. No hay nada oculto. Lo que ves o lees es lo que yo sé del asunto. Escribir, al contrario de vivir, sólo se conjuga bien en singular.


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