Cada día unas líneas, escritas o
sugeridas, con su afán de relato o poema, con sus frutos asomando entre las
hojas. Cada día una lectura, un bálsamo que apacigüe las ansias de los
interrogantes que crecen según acumulo colesterol en la sangre y los riesgos
son mayores. Las letras sirven, ¿sirven?, para sentirnos acompañados por
nombres que se refieren a cosas que ocupan espacios que duermen en los tiempos
de un planeta rechoncho. Las letras tan conjuntadas como un traje de etiqueta,
tan limpias, tan orfebres de la mentira que nos embauca con nuestro
consentimiento, de la fantasía que nos contradice, de la memoria que se
tergiversa dependiendo si es la hora de la merienda o de la cena. Masticadas,
bebidas, las letras; creciendo hasta las palabras, recorriendo tramos
fraseados, completando párrafos como chalés adosados, hasta acercarnos al
centro de la ciudad. Letras, un mundo de animales acuáticos buceando en el
silencio que se condensa, flota, y
subyace bajo los pies inseguros que caminan y olvidan el agua que los escupió.
Cada día, cada ahora; no luego, ahora. El ahora está lleno de letras, algunas
ni se pronuncian. Ahora. Es presente. Siempre es presente, no podemos ser en
ningún otro lugar o momento. Solo en el resbaladizo presente. Lo demás,
paparruchas proyectadas para no estar aquí, para no estar. Para no.
Paparruchas. Me gustan las letras repetidas en una palabra. Son graciosas: una
erre que erre. Cada día unas líneas. Las letras son la pintura con la que
decoramos los espejos, los interiores con afán de ser vendidos. Estamos a la
venta. Pasen y vean, o lean. Estamos en un escaparate, expuestos. No hay nada
oculto. Lo que ves o lees es lo que yo sé del asunto. Escribir, al contrario de
vivir, sólo se conjuga bien en singular.
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