jueves, 15 de junio de 2017

A ciegas drogas.



            La lucidez llega cuando llevas medio camino recorrido en tu caída por el barranco, allí donde el árbol inclinado se rinde a nuestra terquedad. La luz viene de arriba y sólo cuando no queda trayecto hacia abajo, la vemos. La adicción nos ha destruido. Y en ese derribo ha caído el velo embrujado que nos retenía. No somos libres aún, pero las cadenas ya no nos deslumbran. El camino tira de nosotros como las escaleras automáticas de unos grandes almacenes: ritmo pausado y seguro. El tiempo se detiene a tomar café en una mesa camilla y abraza a la mujer cuyo cabello se cuela por el circuito sanguíneo, sus pechos se aplastan contra el suyo y las manos se lanzan por el tobogán de risas que es su espalda. Un pasmo se dibuja en la cara, un continuo vaciado por donde corre el pensamiento estable. La luz hace invisible al individuo. Si no fuera por los alaridos del cuerpo se disolvería con total naturalidad. Y se acabó, para qué más. 


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