No sabe igual la infidelidad que la
monogamia, ni juega en la misma división la zoofilia que la antropofagia. La
calidad de las mamadas no depende de la saliva tanto como de la postura
sometida del chupón. No es lo mismo de frente que de espaldas, ni la
penetración por su conducto tradicional que por el orificio sodomita. El acato
también es un atractivo para ciertas prácticas. Un poema supuestamente estético
y por lo tanto ético, huye de los mocos del placer cárnico. Pero sin
pornografía no se entiende al hombre moderno. De un polvo vienes y en polvo te
convertirás. La exploración de los límites sexuales es una actividad demasiado
generalizada para obviarla con códigos penales. Nuestros cuerpos se reivindican
en el dolor que gusta, en el incesto que se niega, en la fornicación pública,
en el fetichismo del coleccionista, en los juguetes de plástico que nos
acompañan, en las orgías de salón con olor a miseria, en la infecunda y transitoria
realización de depravadas fantasías. La pornografía mata la imaginación
convirtiéndola en realidad satisfecha. Qué sabe el amor de todo esto, cómo
sobrevive entre tanto pedregal, es algo que sigue siendo una incógnita.
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