Remolca los pies como si fueran
penitencias de condenado que no cree en el indulto. Se arrastra por un corredor
de inciensos y beatos meritorios hacia la sala sin salida donde espera la mujer
que a fuerza de amarlo, tanto le asfixia. Pasa de ser un ángel asesor a
mayordomo de esclava. Así es su relación desde una tarde que se prolongó entre
las sábanas mientras al otro lado de la ciudad moría una madre. Apenas hay
charla entre ellos, apenas se esfuerzan por encontrar gestos cómplices.
Simplemente, cuando toca, ella se abalanza con la boca entreabierta a la caza
de su gusano gruñón de camisa arrugada y sombrero de copa que escoge como
guarida el vértice de sus piernas. Se hacen daño con la excusa del amor. Se
embadurnan los cuerpos con babas corrosivas. A veces, fornica sobre él mientras
sostiene abierto un libro, generalmente de Leopoldo María Panero, donde lee
zarpazos hirientes, provocaciones ridículas, discursos inconexos, destrucción
en rebajas. Lee al escritor que escribe sin conseguir evitarlo, igual que otros
odian con la tristeza de la costumbre. Lee y busca en la locura un perdón. Ella
le posee sin absolver, como un animal apaleado. La locura que sirve para
esconderse resulta decente. Es una locura que succiona, ordeña orificios. Se
despatarran en el sofá y acunan el crepúsculo de barrio, que es ocaso caducado.
El se distrae en el nubarrón del tabaco. Ve cómo se escapan por los bordes de
su tanga tentáculos rizados y anémicos que ensombrecen los muslos. Ella tiene
el pelo revuelto y gotas de salitre en el ombligo. Los objetos que les rodean
ocultan un ente sordomudo. Están cerca las cosas y cuesta trascenderse para
acceder a ellas de manera simbólica. Pesan demasiado. El se sumerge dentro de
una ficción de alcoholes, abotargada la cara, hinchado el estómago, y
convertido este cáncer en incurable por falta de compañía en compañía de ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario